Maldito Guti

Si Esteban Granero llegó al Real Madrid tras despuntar en la Copa Danone, José María Gutiérrez Hernández (Torrejón de Ardoz, 31-10-1976) vistió de blanco en el extinto Torneo Social, en edad prebenjamín. No cuesta mucho imaginar al pequeño Guti, liviano y media melena rubia (Schuster, era el apodo), imponiendo en campos de tierra el talento de su pierna izquierda, algo chupón, acostumbrado a centrar miradas y atenciones, escalando una a una todas las categorías del fútbol base madridista, un año arriba o abajo de una selección madrileña con una competencia zurda brutal: el rayista Michel, el truncado Álvaro Benito y el ya legendario Raúl González Blanco.

Es Guti, el chico indomable del extrarradio, heredero de Velázquez y Martín Vázquez, más Leopoldo María Panero, hijo, que Leopoldo a secas, padre, más Ian Curtis que Bono y más maldito que bendito, un cruce permanente de discusión, lo es todavía cerca de comenzar su decimoquinta temporada en la primera plantilla, y lo será de manera eterna por su condición icónica, por su insobornable y simbólico amor hacia un estilo propio de entender el fútbol.

Porque Guti, en una carrera que alcanza ya los tres lustros, ha permanecido fiel a sí mismo hasta el punto de hipotecar la exploración del límite de su potencial. Ha sido muy bueno, pero pudo haberlo sido más. Sin diplomacia, no calló en más de una ocasión en la que la prudencia así lo indicaba, no se esforzó por caer bien a alguno de los predicadores de ondas nocturnos, no buscó jamás el pase dócil en aquellas noches en las que las musas le esquivaban. Guti se ha llevado más revolcones que nadie porque nunca ha sido de los que se tapan, y sus malas tardes han sido tan fáciles de detectar porque nunca aprendió, ni se molestó en intentarlo, a camuflar sus defectos.

Así, siempre con un gran dedo señalándole, con las mechas brillando bajo los focos, una patada de Guti, un desaire de Guti, dentro o fuera de la cancha, ha conllevado siempre el máximo castigo de los árbitros, de la prensa, de los aficionados. A sus trabas las acompañó el ruido delator e impío. A cambio, una retahíla de momentos del más puro fútbol, espléndido en las pelotas interiores, insuperable en la penúltima y última entrega. Imposibles de tacón, milimétricas con el interior, o retorcido con el exterior. Guti ha decantado decenas de partidos en un suspiro de inspiración torera. Uno de los mejores y más espectaculares pasadores de su época.

El único, incorruptible, que trató al balón con decoro en las épocas de propuestas grisáceas en el Bernabéu.

Tres acusaciones tópicas le perseguirán más allá de la muerte: la indolencia, la irregularidad y la inmadurez.
La indolencia, verdad a medias, porque a Guti no le nace el repliegue ni la cobertura de modo espontáneo, es cierto, pero también en eso avanzó cuando le tocó ocupar la posición de mediocentro defensivo, escoltando a Beckham. Sin constancia jamás habría mejorado lo suficiente como para funcionar tanto en el pivote como de centrodelantero, puesto al que llegó por la lesión de Morientes y al que se adaptó con meritorio esfuerzo en la campaña 2000/01, firmando 18 goles y campeonando con el Real. ¿A cambio? El fichaje de Ronaldo. Porque ésa es otra, fue quien saltaba de la alineación a cada fichaje galáctico de Florentino. Con Zidane o con Ronaldo, se comprende, pero llegó Gravesen y, aunque ahora suene a chiste, le birló la titularidad porque sí, o por inercia.

A la irregularidad la regateó definitivamente en la temporada 2007-08, en la que fue el máximo asistente de la Liga. Ni eso, ni ser campeón le sirvió para enterrar la etiqueta ni, por supuesto, para disputar la Eurocopa. Y es que se retirará, salvo repunte de última hora, sin disputar una fase final de un gran torneo de selecciones y sin participar en una final de la Liga de Campeones. Se quedó fuera en el 98, por decisión técnica, en el 2000, por lesión y en el 2002, con dolor. Calentaba en la banda, presto, y se rompieron César y Makelele, agotándose los cambios y sus opciones. Por contra, ganó el Europeo sub18, y el sub 21; y jugó, venció y marcó en finales de la Copa Intercontinental y en la Supercopa de Europa. Consuelos.

El rasgo de la inmadurez asoma en cada arrebato que cuesta una expulsión. Varias sin defensa alguna, pero menos frecuentes de lo que parecen. Ocho rojas en catorce temporadas, muchas o pocas dependiendo de con quién se compare. En todo caso, en ninguna se recuerda que peligrase la integridad del rival, más bien todas se produjeron por brotes del instinto irrefenable. Y es que Guti, mientras espera que el club de sus sueños y de su vida fiche al centrocampista que lo condene de inicio al banquillo, parece saber la verdad del negocio, esa que concluye que en la infancia se vive, y después se sobrevive. Gutiérrez se resiste, rebelde y orgulloso, a caer en la docilidad de las ataduras del tiempo, y se viste de corto para regresar a la felicidad sin condiciones, la misma que disfruta desde aquella mañana polvorienta en aquel añorado Torneo Social.

Y su empeño, casi suicida, por caminar sobre la cuerda floja sigue antojándose tan fascinante como el primer día.

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